Imagen cortesía de mi buena amiga y magnífica fotógrafa, María Hernando. Gracias de nuevo amiga.
GRANITO y ARENISCA
Al asomar la cabeza a la superficie pensé que me sentiría liberado de esa sensación, pero no. Aquel parking era tan lúgubre, tan cochambroso, tan oscuro, tan claustrofóbico si me apuras, que esperaba ilusionado respirar en la calle. No fue así, no solo seguía sintiendo esa angustia de minutos antes, al contrario, esta se había intensificado acompañada de una sensación de desubicación temporal o algo así. No sé si sabes, es como eso que sienten esos personajes de los libros de Paul Auster, tipos a los que una grave enfermedad o un fatal accidente, o sea el azar o el destino ladrón simplemente, golpean sacándolos del mundo o los transportan a uno paralelo desde el que miran al suyo viéndolo distorsionado y que a su regreso sienten (en el caso de que sientan algo) que no saben ni quienes son, ni qué hacen en él o lo que es peor, qué tienen que hacer en adelante. En el filo entre lo empírico y lo racional más o menos. Una sensación muy rara, vaya.
Cuando emprendí este viaje sabía perfectamente qué buscaba. Buscaba revivir aquel que hice hace algún tiempo, para enfrentarme a eso que llaman fantasmas del pasado. Sabía que esos fantasmas ya no estarían, que eran tan solo imaginaciones mías de poeta melancólico, pero tampoco se perdía nada por asegurarme no fuera que algún día se me presentaran, me pillaran desprevenido y meausterizaran el presente. También debía deshacerme de una camiseta que no era mía y de un amuleto que no era tal para borrar de un plumazo cualquier vestigio del mal fario que me perseguía obstinadamente desde que llegaron a mi vida hasta hacer que me encontrara en esta calamitosa situación personal y nada mejor que una ciudad tan entregada a los símbolos como esta para ello.
Así, con ese ánimo indefinible salí de aquel agujero casi obsceno después de guardar el coche. Era el mismo de la vez anterior y un paso obligatorio para iniciar aquella ruta emocional que tenía por delante.
Lo primero era buscar alojamiento, dos días entre semana no me saldrían muy caros en uno de esos hostales típicos de casco histórico y pronto encontré lo que buscaba. Cómodo, limpio y con vistas a la Catedral. Un armario, una cama, un sillón y una mesita. Lo justo y en un espacio suficiente.
Me di una ducha de un nanosegundo y salí a recorrer aquellas calles estrechas con el sentido de la ubicación a su puta bola hasta que precisamente una Bola -de granito como todo por allí- la de Atlas que seguía en todo lo alto anunciando la ausencia de vírgenes universitarias, me marcó el punto exacto en el que me encontraba (cuentan que la bola caerá cuando pase alguna alumna con esa extraordinaria característica). Esbocé una sonrisa de esas mías imperceptibles y saludé a mi primer fantasma con el pensamiento. Vamos bien, un fantasma, una sonrisa y un pensamiento guarro que omito.
Con el paso más decidido por mor de esa mejor orientación geográfica, enfilé aquellos callejones oscurecidos por la estrechez y el color de la piedra de las fachadas en busca del bar con el peor café del mundo.
Recuerdo muy bien aquel momento; Empapado y muerto de frío, con dolor en cada hueso, pero feliz por posar el culo en una silla de una puñetera vez. El café, esta vez estaba rico. Un café de bar, no una maravilla gustativa tampoco. Pero bueno, comparado con el de aquel primer viaje era una delicia. El segundo fantasma estaba vencido. Bromitas con la camarera y su amiga fumando un cigarro en la puerta y ni rastro de pesar.
Decidí dejar al tercero de mis objetivos para el día siguiente. Entenderás que moverse a pie en esas condiciones de máxima concentración para no perder la orientación a la vez que intentas identificar lugares es agotador para mí.
Este tercer fantasma habita en un palacio y está muy relacionado con mi ciudad. Granito en ese arzobispal Palacio y Arenisca en el Colegio que fundó en mi tierra. Ese lugar común es el que lo hizo imprescindible en este viaje de locos.
La mañana no era precisamente apacible. Mucho viento y una finísima lluvia a ráfagas que me caló en un instante sin que me diera cuenta. La lluvia moja bobos esa imagino que era y yo debí parecerle el bobo más grande de todos con absoluta seguridad.
No me costó gran cosa encontrar al fantasmón duplicado, todo el mundo sabe de la existencia de su morada. Al llegar a la puerta sentí ciertas dudas y preferí fumar un cigarrillo antes de mirarlo a los ojos, que es la mejor manera que conozco de afrontar los retos difíciles y en ese momento sentía que estaba ante uno de ellos.
Tiré la colilla contra una rejilla de sumidero carcomida por la mala calidad de la fundición con la que la fabricaron y entré intentando aparentar seguridad. Un paseo por el patio a paso muy lento sin perder detalle de la leyenda en epígrafe que adornaba sus muros, de la que en realidad no me enteré de nada concentrado como estaba en mis íntimas sensaciones. Cuando noté que todo iba bien no di un solo paso de más en aquel sitio y salí con espíritu de guerrero triunfante a la calle. El tercer y último fantasma fue aplastado contra el granito de micas negras por mi corazón arenisco dorado.
Comí algo en una calle con nombre de dictadorzuelo y me encaminé hacia el hostal a buen paso intentando ganar una estúpida carrera a la obstinada nubecilla que llevaba por sombrero. Saludo de nuevo a Atlas -creo que le guiñé un ojo- e imaginando una caída accidental de la bola me adentré en el portal. Recogí mis cosas, abandoné en un cajón la camiseta y el amuleto y salí de aquella ciudad bien guiado por el navegador del coche esta vez, pues la anterior di varias vueltas a la misma manzana como si esa apabullantemente bella urbe no quisiera soltarme.
Un café a mitad de camino un par de horas más tarde en La Pausa me supo horroroso en esta ocasión. Ya sabes que escribí un relato en el que cantaba las excelencias de ese café. Bueno, ya no era el mejor del mundo, así son las cosas ahora o las papilas gustativas tal vez.
Retomo el viaje con ganas de llegar a mi cama de una santa vez; en poco más de dos horas y media estaría en casa. En la radio hablan de la caída de la Bola de Atlas como consecuencia del temporal. Ni me inmuto con eso. Un muerto y varios heridos leves -qué poco han tardado en alquilar mi habitación- pensé en voz alta intentando ocultarme a mí mismo una mueca rebelde de cruel satisfacción contenida a duras penas.
Tan solo una ocurrencia estúpida en ese momento: buscar a ese Atlas granítico una Hesperis arenisca si algún día decidera devolverme la visita.
-Necesito una cama cualquiera, me temo. ¿No te parece?