martes, 13 de marzo de 2012

La sonrisa de Martínez

 -Hombre, Martínez, ¿cómo estás amigo?
 -Muy bien, Marcelo,  sólo vengo a molestarte unos minutos.
 -Tú nunca molestas, cuéntame a qué se debe el honor.
 -Ya sabes que el negocio va de mal en peor, casi no se vende fruta y tu restaurante me debe varias facturas. A ver si podemos agilizar un poco los pagos, que tengo a la Loli sin cobrar desde hace dos meses.
 -Ah, era eso, no hay problema amigo, no sé cómo no me lo dijiste antes de llegar a esa situación tan triste, pobre Loli. Ven, pasa a mi despacho y te extiendo un talón por todo el importe.
 Martínez no daba crédito a lo que escuchaba, pero aún así, siguió al jeta de Marcelo hasta la puerta del despacho - pasa hombre, ponte cómodo- dijo Marcelo cediéndole el paso con la mejor de sus sonrisas. Martínez entró dispuesto a escuchar la más peregrina de las disculpas, cuando sintió como a su espalda se cerraba la puerta. Se giró y estaba solo - el cabrón este me la quiere jugar, será gilipollas- sonrío. La sonrisa se le borró de inmediato al pobre Martínez. Al accionar el picaporte para abrir la puerta, no sólo esta no se abrió, se apagaron y encendieron las luces repetidamente, el cuarto tembló como si un seísmo lo moviera con toda la violencia de que la naturaleza es capaz. Sólo fueron unos segundos…
  Despertó Martínez con dolores y magulladuras por todo el cuerpo. Recordaba perfectamente lo sucedido y no intentó salir por la puerta, lo hizo saltando por aquella extraña ventana sin cristales.
 Lo que encontró fuera lo dejó atónito, habían desaparecido los chaletitos unifamiliares, las farolas, las señales de tráfico. El suelo de la calle era de tierra y  la gente vestía muy raro. El lugar de los automóviles lo ocupaban asnos. Martínez que era un hombre de carácter tranquilo, estaba nervioso, muy nervioso -necesito un cigarro, necesito un cigarro, ya. No tenía tabaco Martínez lo que aumentó su desazón. Era en ese momento capaz de fumar cualquier cosa para calmar la ansiedad, no entendía nada y eso lo volvía loco. Caminó entre aquella gente que vestía raro, como él mismo, ya que su camiseta de Cortefiel y sus Chinos con pinzas se habían convertido en un trapo gris que le cubría todo el cuerpo y un cinturón como de esparto. Por calzado llevaba unas extrañas sandalias en lugar de los mocasines que se había puesto esa misma mañana.
  Caminó sin descanso buscando la manera de fumar algo. Después de solucionar eso ya encontraría la forma de comer un poco y un lugar en el que descansar. Ya sabía que no era un sueño aquello y que el hijoputa de Marcelo lo había enviado al pasado. Ese cerdo con tal de no pagar era capaz de cualquier cosa y esta vez se había superado. Vio algunos soldados por las calles y reconoció que estaba en plena época del Imperio Romano
  Había un problema, los romanos no fumaban, el tabaco no llegó a Europa hasta muchos siglos más tarde, así que tendría que buscar un sustitutivo. Al momento tenía frente a sí una planta de hojas grandes, que aunque verdes, estaba dispuesto a probar. Así son las adicciones desde siempre. Se acercó a aquel jardín que circundaba a un precioso Palacete y desde el exterior estirando el brazo como si fuera elástico, logró rozar con los dedos una de aquellas hojas, aunque no lo suficiente como para arrancarla. Tendría que entrar a por ella, no le quedaba otra, la ansiedad lo estaba matando más que la delirante situación en que se encontraba a veintinosecuantos siglos de su vida hasta este momento. Sin pensar en más que en el ansia, cruzó la puerta del jardín, se dirigió al arbusto de marras y arrancó una rama de la que calculó fumaría unos cuantos días, pero cómo cuando las cosas se tuercen, lo hacen a conciencia, dos fornidos Romanos como los de las películas salieron del interior de aquella espectacular morada, se echaron sobre el pobre Martínez, lo inmovilizaron, lo golpearon... y hasta ahí recuerda el buen hombre.
  Volvió a despertar y ahora se encontraba en una especie de galería, como un pasadizo desde el que escuchaba un murmullo de multitud que no acertaba a identificar bien. Miró a su lado y vio a los dos Romanos modelo Cristiano Ronaldo que lo custodiaban y para su sorpresa, en un italiano perfectamente comprensible les pidió explicaciones. Los Romanos, para su sorpresa, en un Español con acento bilbaíno perfectamente comprensible, se las dieron.
   -Amigo, has profanado el jardín de Plinio el Viejo y destrozado su planta medicinal favorita, llevas además ese horrible y sacrílego crucifijo en tu cuello, así que el emperador ha decido que tu única oportunidad de salvación sea la lucha contra un fiero león, anda pueees.
   -¡La madre que me parió, esto ya es el colmo!
   -Es tu turno, cristiano, dijo Fornido número uno. ¡A los leones pueees!
  No se resistió Martínez ¿para qué? Cuanto antes se terminara aquello mejor. Aquella especie de circo estaba atestado de gente, parecía un Madrid-Barça, el calor era sofocante, horrible, parecía que estuviera quemándose vivo el pobre Martínez allí en medio del bullicio mirando a ver por donde vendría el león de los cojones. 
   Salió el león, grande como no imaginaba Martinez que pudiera existir. El había visto los del Zoo de Madrid y ni comparación, oye. Este era un bicho como siete Martínez juntos. Así acabamos antes, pensó antes de arrodillarse y esperar el final sin intentar defenderse.
  El león llegó a su lado, lo miró fijamente, acercó su hocico a la cara pálida de Martínez…y le dijo: ¡coño, Martínez! ¿eres tú?
  -¡La madre que me parió!, ahora éste me conoce.
  -Joder, que soy Manolo, Manolo el Gordo, el del Taller.
  -¡Me cagoentó!
  -¡Que sí, joder! Fui a casa de Marcelo a cobrar una factura y…
  -Ya, ya, no me cuentes, que el resto me lo sé.
  El silencio en el coliseo aquel era impresionante, la estampa con todos los romanos poniendo la mano junto a la oreja para intentar captar la conversación, era digna de un cuadro de Rembrandt. La cara del emperador indescriptible.
  -Y ahora, ¿qué hacemos, Martínez? Se supone que tengo que matarte.
Esas palabras resonaban en su cabeza. Era Manolo quien las pronunciaba.
¿Y AHORA QUÉ HACEMOS?
¿Y ahora qué hacemos?
¿Y ahora qué hacemos?

Tengo que matarte, Martínez
Tengo que matarte, Martínez
Tengo que matarte, Martínez

  -¡Tengo que matarte, Martínez, tengo que matarte!  -gritaba el cabo-  para ver si así aprendes de una puta vez a no acercarte al humo. Esta es la última vez que nos acompañas a destruir alijos de droga, se lo diré al capitán cuando lleguemos a cuartelillo, sí, no pongas esa sonrisa bobalicona, Martínez.