miércoles, 13 de abril de 2011

No podía dejarte escapar.


  Sentado a la puerta de aquel almacén donde aguardaba a su apertura con impaciencia, fue repasando su vida hasta  llegar a ese momento en el que, a punto de cumplir el medio siglo de vida se sentía feliz por primera vez.

  Su infancia transcurrió entre miedos e inseguridades. Miedo a lo incomprensible proyectado desde el temor de sus padres a las autoridades impuestas por la dictadura en aquel pequeño pueblo lleno de estiércol y moscas.

  Miedo al cura y a los maestros; dotados de una autoridad, merecida tal vez en estos últimos, pero que se convertía en abuso al menor error de comportamiento de ese niño travieso y divertido que era. Miedo, pavor a su severo padre bebedor y machista.
  Definitivamente no fue un niño feliz, no.

  Adolescente sensible, enamoradizo y mal estudiante pese a sus privilegiadas condiciones, su búsqueda del amor y las elecciones erradas, hicieron que esos años pasaran envolviéndolo en la sensación de fracaso que marcó su vida.
   Tampoco, por eso, fue un adolescente feliz, ni mucho menos.

   Su primer trabajo con apenas dieciocho años fue parecido a un entierro en vida a cuatrocientos metros de profundidad durante dos años y rodeado de hombres duros y nobles que pese al temor a los derrumbes, el riesgo de los explosivos que por cientos de kilogramos eran su compañía casi continua, lo trataron con el respeto que la solidaridad ante esas durísimas condiciones convierte el trato humano en eso, en humano.
  En ese momento conoció el amor…y un año más tarde el desamor; lo que convirtió una etapa de casi felicidad en un infierno en el que solo en aquellas profundidades se sentía a salvo del dolor.

  Este episodio de desamor lo arrastró al mundo de la diversión sobre todas las demás cosas. No importaba el trabajo, ni los amigos, mucho menos la familia, que solo era un freno al desenfreno; solo importaba la huída como fuera.

  Conseguida la calma y ya en la treintena, se casó. Sabía que no debía, que no amaba a aquella mujer, pero lo hizo. Seguía huyendo.
  Fracasó, claro está. Repitió los mismos pasos sin un solo segundo de respiro y volvió a fracasar. Perdió más de una década de vida en el empeño de encontrar lo que buscaba y metido en los cuarenta años se dio de golpe con el AMOR. Donde menos lo esperaba, que es como suelen ser estas cosas. Vivió y sintió eso que aún recordaba de cuando más de veinte años antes y por un espacio muy corto de tiempo le dio sus únicos momentos felices.

  Por supuesto, aquello no terminó bien. Al contrario; y volvió aquel dolor desgarrador. Ese que te quiebra el alma, el que deja secuelas en el rictus y en el espíritu. Tenía heridas por todas partes y por si fuera poco, alguien tiraba puñados de sal sobre ellas.
  Aquello lo hizo fuerte, tan fuerte, que ahora se sentía feliz e invencible. Con una mujer esperándole que lo amaba profundamente y sin miedo a las duras condiciones de vida que sabía le aguardaban.

  Por eso estaba esperando en la puerta de ese almacén. Allí estaba el cofre inviolable que custodiaría su felicidad.
  Con una bolsa en la mano abandonó el lugar después de guiñar un ojo a la dependienta. Era el día de su cincuenta cumpleaños y tenía el regalo de la felicidad plena en su poder.

  La mañana  siguiente, la chica que le hacía las tareas del hogar lo encontró colgando de la lámpara del techo. La cuerda era verde y aún tenía la etiqueta, que, a modo de banderola justo sobre su cabeza formaba una grotesca imagen al conjunto fiambre/cuerda, su rostro,entre gris y morado remataba perfectamente el policromado escenario de la felicidad eterna.
  Una nota sobre una mesa llena de restos de cocaína colocada bajo una botella vacía de vino de Toro decía:
No podía dejarte escapar.